Es verdad, lo leí en Facebook, lo verifiqué en Twitter, luego”, es un comentario muy frecuente de cualquier ciudadano en el mundo.
Las redes sociales nos conectan con nuestros amigos, conocidos y familiares. En ellas, encontramos entretenimiento, pronósticos del tiempo, deportes, política y noticias de interés general.
De acuerdo a Datareportal, para el 2023 se estimaba que cada día la gente se pasaba 2 horas y media en las redes sociales y consultaba su dispositivo móvil cada diez minutos.
Estos canales de comunicación moldean nuestra manera de pensar y comportarnos. Son vitales, porque también dan a la gente un sentido de pertenencia, de formar parte de una comunidad.
A esas redes -ya sea Facebook, Twitter, Instagram o Tik Tok, para citar algunas de ellas, vamos por contenidos específicos y siempre terminamos consumiendo algo diferente. Dispersarnos es una de sus cualidades, aparte de ser raudos e inmediatos.
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Se visita las redes sociales también para dirimir diferencias y debatir tópicos por insignificante que resulten. Allí se aprueba conductas, modas, tendencias, gobiernos y nos encontramos con nuestros ídolos a quienes creemos tener cerca.
Estas plataformas, sin embargo, incuban otros gérmenes no muy benignos que exponen ante el sol lo peor de nosotros. Late un afán de competencia, una carrera por aparentar lo que nunca seremos. Y todas esas debilidades del ser humano en la vida real se hacen palpables aquí: envidia, hipocresía y mezquindad.
Igualmente, las redes sociales agrupan a los usuarios en comunidades cerradas donde solo se exponen a opiniones similares a las suyas. Por ende, limita el contacto con diferentes puntos de vista y tiende a reducir la calidad del pensamiento crítico. Lo común son las interacciones rápidas y superficiales, en lugar de conversaciones profundas y significativas.
Nuestras ideas se reafirman pero sin cuestionamientos y solvencia. Te recluyes en tu espacio, donde celebras lo que esperas escuchar y te adhieres al parecer que vaya más a tu medida y sales a gritarlo. Qué sea verdad o no es irrelevante.
Ausente en la comunicación en las redes está el lenguaje corporal o las entonaciones de la voz. Su ausencia contribuye a malentendidos y a la incapacidad de calibrar las autenticas emociones o intenciones que hay detrás de un mensaje o conversación.
Los entornos de las redes vienen muy alejados de rigurosidad de una efectiva comunicación y se socava el tejido social que nos une. Propagan mentiras y desinformación. Uno de los más recientes episodios fueron las turbas xenófobas en Gran Bretaña. Porque construir otras realidades paralelas, es una de sus facultades.
Las plataformas de las redes se diseñan para maximizar la participación de los usuarios, a menudo utilizando la manipulación psicológica. Mantenernos participando, involucrados es la meta. Se acude a lo falso, lo ridículo, para crear esa adicción con el propósito de obtener beneficios comerciales.
Las redes nos facultan en creernos protagonistas, porque nos dan la bienvenida, nos aúpan, nos abrazan.
Somos validados, legitimados por los clics. Este ensimismamiento del yo, tiene que ver un poco con el ejercicio del “selfie”, dice el escritor argentino Martín Caparrós. En su libro “El mundo entonces” articula una interesante observación. “Si alguien no sabía que decir ni que mostrar era fácil dirigir su cámara-teléfono a sí mismo , mirarla, componer la sonrisa, apretar “compartirlo” en las redes y ofrecer un momento de sociabilidad basado en lo que más importaba: la imagen, la apariencia, yo”.
Para corroborar a Caparrós, a las redes vamos a mostrarnos, a decir que existimos, a hacer malabares narcisistas y a creernos que sabemos. La ignorancia tiene valor en este nuevo mercado y se exhibe sin pudor.
La querida Mafalda, del humorista gráfico argentino Quino, soltó una sentencia muy contundente una vez: mientras más cerradas son las mentes, más abierta tienen la boca. Esas bocas abiertas resultan en las latas vacías más ruidosas y provocadoras. Necesitamos orden y jerarquía. Legislaciones y regulaciones son un imperativo, evitando la censura y estableciendo reglas definidas.
Los cimientos de la convivencia en la sociedad basada en la confianza mutua, el respecto y la tolerancia peligran con la superficialidad y frivolidad que propagan las redes sociales. Esa realidad virtual nos convierte en una caótica plaza pública cuyas repercusiones sociales ya han sido graves.
No podemos responder a tantos estímulos simultáneamente a que somos sometidos por la internet y las redes. No hay espacio para la reflexión, ni la pausa o el silencio, todo es veloz. No pensamos adecuadamente y nos dejamos llevar; nos convertimos en lo más cómodo: en ser seguidores.
Mi mente se va, decía Hal la computadora del filme de Stanley Kubrick, 2001: una odisea del espacio, citado por el escritor Nicholas Carr, en su libro “Superficiales”. Entusiasmado por el poder de la internet y sus innegables beneficios, Carr habla de que la web debilita la capacidad de concentración y contemplación. “En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo sobre una moto acuática”.
Rafael Mieses
rmieses@yahoo.com